Hace años una amiga me envió una postal que mostraba una roca que parecía el perfil de un indio. Esa postal me inspiró este pequeño cuento.
EL INDIO Y EL MAR
Mi tío, que me educó hasta la edad de quince años, era un hombre muy estricto y un buen maestro. Cuando yo salía del tipi por la mañana, me decía: -"Hakadad, observa atentamente todo lo que veas,"- Y por la noche, tras mi regreso, me interrogaba durante una hora -" ¿En qué lado de los árboles la corteza es de color más claro? ¿En qué lado tienen las ramas más regulares?"- Solía hacerme nombrar todos los pájaros nuevos que había visto durante el día. Yo les daba un nombre según el color o la forma del pico... Debo reconocer que cometía muchos errores ridículos. Entonces, por lo general, él me informaba del nombre correcto. De vez en cuando acertaba y él me alababa calurosamente.
Cuando por fin tuve trece primaveras mi tío decidió que ya había dejado de ser niño y que podía acompañarle en la siguiente partida de caza...
Recuerdo aquel día como si aún no hubiese acabado. Llevábamos nueve siguiendo el rastro de aquella manada, que parecía no descansar nunca. El sol ya estaba rojo cuando llegamos a lo alto de la colina y fue entonces cuando vi el mar por primera vez. Nunca podría haber imaginado que hubiese tanta agua junta en ninguna parte del mundo. Aquella llanura de agua, como solía llamarla mi tío, me atrajo como la miel al oso. Pasé lo poco que quedaba de la tarde jugando en ella y mi cabeza se llenó de preguntas. Al caer la noche descargué mi curiosidad sobre mi tío, que respondió pacientemente una por una a todas mis preguntas. Pero de todas ellas, hubo una respuesta que quedó grabada en mi mente como queda el río grabado en la roca. Cuando el fuego de la hoguera estaba casi apagado, pregunté a mi tío, con mi usual inocencia y curiosidad, por qué el agua de la gran llanura no sabía como el agua del arroyo, por qué tenía un sabor tan fuerte y tan desagradable. Él, tras una pausa, tomó aire y me dijo; -"Hakadad, es el sabor de las lágrimas."- Sabía perfectamente la clase de respuestas que usaba mi tío cuando pretendía captar mi atención. Y esta sin duda, era el preludio de una gran historia. Así que eché un par de troncos más al fuego para darle a entender, que quería escucharle. Luego me acurruqué en mi piel de búfalo y, escuché a mi tío.
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“Hace muchos, muchos inviernos, nació de entre tu pueblo un niño excepcionalmente fuerte, astuto y noble. Le llamaron Muchos Fuegos porque su nacimiento coincidió con una primavera especialmente fructífera y fecunda. En aquella estación la caza fue muy abundante y por las noches había tantas hogueras en el poblado como estrellas en el cielo.
Ya desde pequeño, Muchos Fuegos destacó como líder por su fuerza y vigor. Se las arreglaba para entender como nadie a los animales y algunos creían que era porque realmente podía hablar con ellos. Lo que todos tenían claro con sólo mirarle a los ojos era que aquel niño, aquel hombre, estaba muy cerca de Wacondah, el Gran Espíritu, y que él le permitía traer la lluvia a su pueblo cuando había escasez de agua y el calor del sol cuando hacía frío. Mientras él vivió nunca faltó la caza y los bosques regalaban sus frutos sin remilgos. Nacieron muchos niños que crecieron fuertes y sanos.
Cuando Muchos Fuegos tuvo la edad suficiente, pasó a ser el jefe de la tribu, aunque realmente todos sentían en sus corazones que él había sido siempre, desde pequeño, su auténtico guía, su líder. La vida fue buena en aquella época y ya nadie hablaba de casualidades: Wacondah quiso que Muchos Fuegos les trajera aquella dicha y felicidad. Y todo continuó así: no había problema que él no supiese solucionar ni conflicto con tribus enemigas del que no saliera victorioso. Su sabiduría era grande y todos solían acudir junto a él cuando necesitaban consejo sobre alguna cuestión, fuese la que fuese.
Así era Muchos Fuegos; un hombre grande, pero hombre al fin y al cabo.
Y como tal, cometió errores. Dicen que un día Muchos Fuegos, consciente de su grandeza, que no había decrecido en absoluto aunque él era ya casi un anciano, empezó a pensar que quizá ni siquiera Wacondah, el Gran Espíritu, sería superior a él. Todos notaron de inmediato aquel cambio y las cosas empezaron a no ser lo mismo. Muchos Fuegos era su pueblo y el pueblo era Muchos Fuegos. Ambos fluían de forma paralela, como debía ser. Por eso la tensión que había aparecido en él, podía verse ahora hasta en los más pequeños detalles de la vida del poblado...
En ese tiempo hubo una boda. Se casaban Lobo de Luna, que era el primogénito de Muchos Fuegos y había heredado en gran parte su vigor y además era muy bello, y Flor de Agua, una joven india que comenzaba a destacar por su sensibilidad y también por su extraña pero irrefutable belleza. Decían de ella que era capaz de fundirse con la naturaleza y hacerse practicamente indistinguible. La llamaban Flor de Agua porque esta sensación era especialmente fuerte cuando se bañaba en el río.
Como era costumbre, tras el día de la unión, el Jefe de la Tribu pasaría cinco lunas a solas con los esposos en el Wakan-Kondáa, que era el lugar más sagrado de la tribu. En aquel diminuto claro de bosque había una gran cascada, voz de los espíritus de sus antepasados, y un inmenso sauce, bajo el cual los recién unidos escuchaban de boca de su Guía todo lo que necesitarían saber para su vida común en el futuro. Allí, durante cinco lunas, adquirieron el conocimiento necesario para saber honrar a su pueblo durante el resto de sus vidas. Tras esto, eran considerados realmente como verdaderos miembros de pleno derecho de la tribu.
Cumplieron perfectamente con el ritual, y cuando volvieron al campamento de invierno para reencontrarse con el resto de la tribu, no podían dar crédito a sus ojos: el poblado había sido arrasado. No cabía duda; habían sido los Choula, sus eternos enemigos. Ellos son los únicos que no raptan a las mujeres ni a los niños pequeños. La nieve, la sangre, las cenizas y los cuerpos se entremezclaban en un macabro amasijo sin márgenes definidos. El espectáculo no podía alcanzar mayores grados de horror y Muchos Fuegos cayó de rodillas en el suelo. No necesitaba explicaciones. El sabía perfectamente el por qué de aquello: había querido desafiar a Wacondah, el Gran Espíritu, sobreponerse al espíritu del río, al espíritu del águila, al viento del bosque... Pero Wacondah había tomado la iniciativa. Una terrible y brutal iniciativa para demostrar la verdadera magnitud de su fuerza. Por eso Muchos Fuegos no fue capaz de reunir valor suficiente para tratar de calmar a Lobo de Luna, que a estas alturas estaba totalmente crispado, con los ojos fuera de órbita y gritando al aire con toda su furia : -"¿Por qué? ¿Qué ha sucedido? ¡Es imposible que ningún explorador les haya detec-tado! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?..."
Flor de Agua se limitó a escudriñar el macabro paisaje y luego el rostro de Muchos Fuegos. La mirada de ella, que se mantenía en pie, mostraba una extraña mezcla de dolor, amargura, tesón, fuerza y valentía. Su mano derecha estaba extendida hacia adelante como pidiendo desesperadamente una respuesta, pero apretaba su mano izquierda en un puño que adelantaba una fuerza perenne, granos de esperanza, nuevas semillas.
Muchos Fuegos desclavó su mirada de la tierra bajo su rostro y alzó la vista. Luego se puso en pie junto a Flor de Agua y Lobo de Luna. Tomó fuerzas y aliento y les dijo :
-"Pronto los Choula volverán. No descansarán hasta acabar con todos nosotros y saben perfectamente que quedamos tres. Así que no tenéis mucho tiempo. Escuchadme bien. Vosotros sois lo que queda de nuestro pueblo, lo que queda de mí. Os marcharéis de aquí y buscaréis otras tierras. Fundaréis una familia y contaréis a vuestros hijos la historia de su pueblo, lloraréis junto a ellos por vuestros antepasados, les enseñaréis a vivir orgullosos de lo que son y sobre todo, les diréis que forman parte de todo lo que les rodea, que son parte de Wacondah, el Gran Espíritu, pero que estarán más que equivocados si creen que por ser hombres están por encima de las gotas de lluvia, por encima del gorrión, del aire y de los árboles del bosque. Os preocuparéis de que sepan que todos ellos son sus hermanos y aprenderán a crecer a su lado, no por encima de ellos. De esta forma nuestro pueblo no morirá, y yo no moriré. Así que marchaos ya. Llevaréis con vosotros tan sólo vuestros vestidos, alimento y mi canoa y por nada ni nadie en el mundo saldréis de ella en las próximas tres lunas."-
Lobo de Luna sabía muy bien que las palabras de su padre eran sabias. Era consciente de que Muchos Fuegos era conocedor de muchas cosas que él no alcanzaba siquiera a imaginar. Por eso se limitó a tomar la mano de Flor de Agua y abrazar a su padre con el brazo libre ... Luego se marcharon por el río, tal y como su padre les había dicho.
Nunca nadie volvió a ver al anciano, pero dicen que se limitó a sentarse en lo alto de un monte y permanecer inmóvil, llorando por su pueblo, llorando por él. Los que esto afirman dicen también que sus lágrimas saladas comenzaron a inundar el valle y que tanto lloró que pronto logró que su llanto se convirtiera en arroyo, el arroyo en torrente y el torrente en una enorme llanura de agua. Y continúan diciendo que de esta forma el llanto de Muchos Fuegos ahogó a todos los Choula, sus eternos enemigos, y que así consiguió proteger para siempre bajo su llanto la tierra sagrada de su pueblo.
Muchos afirman que aún hoy, en algún lugar, puede verse llorar su rostro inmóvil, petrificado, triste, surcado de arrugas esculpidas con el estilete de su propio llanto y con la mirada atenta, clavada en el horizonte, como si tratara de asegurarse de que aquella canoa sigue su rumbo.
Los que esto dicen afirman también que el anciano está aquí, cerca de nosotros, en algún lugar, pero que no todas las personas son capaces de verle. Aseguran también que para reconocerle hay que haber sentido al menos una vez en la vida una amargura tan profunda como la que él sintió, al menos una vez en la vida la fuerza del grito del águila o el rugido del agua, al menos una vez en la vida el calor de las mantas y la compañía en las noches de invierno; al menos una vez en la vida, por supuesto, la alegría atemporal del que ha conocido, como el indio de piedra, el verdadero valor de la vida y el aliento del alma."
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Cuando mi tío concluyó su relato los troncos eran ya cenizas. Los dos nos metimos en el tipi y nos acostamos sin más palabras. Mi tío sabía perfectamente que su silencio haría que yo soñara aquella noche con Muchos Fuegos, Lobo de Luna y Flor de Agua, con la llanura de lágrimas y el rostro de piedra.
La Hoja Borrada
... Soltar el lápiz, levantar la cabeza, y tomar distancia fue todo uno.
Más difícil fue coger la goma de borrar y ... yip, yip, yip... quitarlo todo. Pero no hay color; una hoja en blanco siempre contiene muchísimo más que el mejor de los trazados. En su nada lo contiene todo, promesa de potencial puro, ilusión indomable, posibilidad sin límites... Es como un sueño blanco recién concebido entre orgasmos y sudores, como el silencio expectante justo antes de que se abra el telón... Tatachán !!! Con todos ustedes, la vida !!!
Desde la ventana parece evidente que también hay que reescribir el día; no, nada de panegíricos ni pretenciosas complicaciones; mejor algo cortito y sencillo, que lo simple siempre es lo mejor, algo tipo post-it de nevera: no olvidar sonreír al tendero, mirar el cielo y las nubes con más frecuencia, sentir el viento en la cara, reírme de todo (mínimo 13 veces al día), pensar en algo hermoso justo antes de quedarme dormido...
Ante la hoja en blanco de hoy he pensado, a fin de cuentas, que... no queda más remedio que dudarlo todo, empezando por mí mismo, que con paciencia voy a ir deshaciendo nudos de estómago, garganta y corazón, que hay que descreerse, desarmarse y desaprenderse, que toca rebosarse, rebasarse, reinventarse y recrearse (je, curioso verbo). Y nada de abrir puertas; mejor tirar abajo directamente esos muros grises que las contienen. Acá, en esta existencia, morir a cada instante, y morir del todo, sigue siendo la única manera factible de mantenerse vivo.
La hoja borrada me recuerda a gritos que sólo estamos aquí para crecer, para ver al mirar, escuchar al oír, y sentir al pensar. Así que hoy salgo de caza; cada prejuicio 10 puntos, cada límite autoimpuesto 100, premio especial si me descubro en todo y como todo.
El lápiz vuelve a la mano y la sonrisa al rostro, bajamos la mirada quietamente y con premura volvemos a lo nuestro... Trazo a trazo, con la absoluta naturalidad de lo ineludible, seguimos desarrollando, pian pianito, y casi siempre sin darnos demasiada cuenta, el inasible y loco proyecto de la consciencia en esta recóndita esfera de agua y roca, que obediente danza alrededor de una tenue estrella modesta y vulgar perdida en los arrabales de una pequeña galaxia modesta y vulgar en un lejano rincón de un pluriverso inarbacable...
.. ¿te gusta dibujar? ...
Continuidades
Con muchísima frecuencia las cosas más cercanas y más obvias son, precisamente por estar situadas demasiado cerca de nuestra realidad más palpable y experiencial, las que nos pasan más desapercibidas. Los mayores milagros y los misterios más impactantes son los que componen nuestro mundo más prosaico, nuestra mismísima experiencia diaria en este mundo, en este preciso lugar, y en este mismísimo momento...
Una de estas “obviedades” que se convierten en una inagotable fuente de asombro en cuanto uno les presta un poco de atención es el hecho de que el mundo físico esté constituido por magnitudes continuas.
Una magnitud (es decir, una variable, cualquier cosa que cambie, como pueda ser la temperatura, la altitud, el color, la longitud, la humedad del aire, la presión atmosférica, el peso, el número de bolígrafos que tengo sobre la mesa, etc.) puede ser discreta o continua.
Las magnitudes discretas son las que tienen valores fijos definidos, como por ejemplo el número de bolígrafos que tengo en la mesa, el número de pelos que tengo en la cabeza (el cual, he de decir, decrece muy rápidamente), o el número de hijos que uno tiene. Puedo tener, por ejemplo, 5, 7, 20 ó 57 bolígrafos en la mesa (aunque en ese caso me preguntaría para qué narices quiero yo tantos bolígrafos...), pero no puedo tener medio bolígrafo (0,5) ni una centésima de bolígrafo (0,01), ni tres cuartos de bolígrafo (0,75) (y aquí no cuentan los que han llegado a ese estado de tanto morderlos durante los exámenes...). Del mismo modo uno no puede tener medio hijo (la cada vez más arraigada costumbre de tener un hijo “a medias” es otro tema que escapa a los propósitos de este escrito), ni 5,786 hijos. Típicamente, al representar en un gráfico una magnitud discreta los valores se mueven en escalones (0, 1, 2, 3, 4, etc.), que son los valores fijos que la magnitud puede adoptar.
Hasta aquí el asunto está bastante claro y nuestra mente puede entender y operar con todo esto con mucha claridad (¿o acaso eres tú el salvaje que quiere tener 786 centésimas de hijo?)
Por el contrario las magnitudes continuas son aquellas que podemos expresar con decimales, centésimas, etc., como por ejemplo cuando decimos que Pau Gasol mide 2,15m, que hay una temperatura exterior de 26,7ºC, que el ruido de los bares por la noche no puede sobrepasar los 90,2 db, que la tasa de alcoholemia máxima permitida es de 0,8gr/l de sangre o que la longitud de onda del color rojo es de 0,650 millonésimas de metro. Típicamente, al representar en un gráfico la variación en el tiempo de una magnitud continua lo que obtenemos son curvas, más o menos suaves, que representan las variaciones graduales de la magnitud.
Ocurre que, idealmente al menos, siempre nos podríamos acercar más y más a esa línea (cogiendo un trocito de la gráfica y aumentándolo mucho) y obtener una escala cada vez más y más precisa. Y ahí radica, precisamente (nunca mejor dicho) el gran misterio, el enigma que resulta (a mí al menos) tan difícil de digerir, pues el hecho de que el mundo físico (al menos) esté compuesto en su totalidad de magnitudes continuas nos lleva a unas conclusiones sencillamente sorprendentes.
Pero no vendamos el pez antes de pescarlo, vayamos por partes. Veamos con detalle como se comportan las magnitudes continuas.
Podemos decir, por ejemplo, que ahora mismo la temperatura de la habitación es de 26ºC, pero si dispusiéramos de un termómetro más detallado igualmente podríamos afirmar que es de 26,7ºC, y si tuviésemos un termómetro de laboratorio instalado en nuestra habitación diríamos que la temperatura es de 26,768ºC. Si (idealmente) dispusiéramos de un supermegatermómetro ultrapreciso (que todo llegará) podríamos decir igualmente sin ningún empacho (eso sí, cogiendo mucho aire antes de abrir la boca) que la temperatura es de 26,7682345893ºC.
Y al llegar a alguno de estos niveles de precisión, la temperatura empezaría a bailar en nuestro lector muy rápidamente. Dicho de otro modo, igual pasan horas desde que la temperatura es de 26ºC en tu habitación hasta que sea de 27ºC, pero seguramente no sea necesaria más que una mínima fracción de segundo para que la temperatura pase de 26,7682345893ºC a 26,7682345894ºC. La cuestión es que, en algún nivel de precisión, por muchos decimales que haya que buscar, la temperatura está cambiando constantemente.
Es decir, por un lado siempre, absolutamente siempre, se puede añadir un numerito más. Siempre se puede ser más preciso (al menos, conceptualmente, pero también en la práctica pues históricamente la tecnología crea cada vez aparatos de medición más y más precisos). Dicho de otro modo, el hecho de que una magnitud (como la temperatura) sea continua implica que el nivel de precisión con el que se puede expresar (aunque no siempre medir) es infinito... Al menos conceptualmente (y mientras la ciencia no demuestre lo contrario topándose con algún “nivel fundamental”, en lo cual, por cierto, andan enfrascados hoy en día muchos teóricos de física cuántica), el mismo camino (en cuanto a diferencias de tamaño) que existe desde las galaxias hasta los átomos puede ser vuelto a recorrer tomando a un átomo como si fuera una galaxia (hasta llegar a descubrir los nuevos “miniátomos”), y así no una, sino infinitas veces (esta es la base de la teoría de los universos encajados).
Y, por otro lado, eso implica a su vez (y aquí está el verdadero quid de la cuestión) que siempre se puede encontrar (expresar) un nivel de precisión en el que el cambio de la variable (como, por ejemplo, la temperatura en tu habitación) sea total y absolutamente instantáneo. Glups... ¿Nos damos cuenta realmente de todo lo que esto implica? Dicho simplemente, significa que absolutamente nada es nunca lo mismo, y que nosotros mismos, por mucho que nos cueste creerlo y por mucho que nuestra mente se empeñe en decirnos lo contrario, estamos viviendo en un mundo totalmente nuevo ahora, y ahora, y ahora también. Nunca has sentido dos veces la misma temperatura en tu piel, tu altura no ha sido jamás la misma, nunca has pesado lo mismo, tus ojos no han percibido nunca dos veces el mismo color... ¿Sorprendido?
Ya sé que todo esto es a la vez extremadamente evidente y chocante; veamos otro ejemplo obvio con más detalle; nacemos midiendo más o menos medio metro (o si nos retrotraemos a los primeros momentos tras la concepción podemos hablar de más o menos medio milímetro), en pocos años alcanzamos entre 1,50m y 2,00m. Pero todo ese cambio, obviamente, no se da a saltos (como lo hace una magnitud discreta); no nos despertamos un buen día y nos chocamos contra la lámpara del techo porque medimos 10cm más, sino que es un cambio paulatino, poco a poco, y por lo tanto, constante (piense en la típica curva de una gráfica estatura versus edad). Lo cual significa que no hemos medido lo mismo nunca, que nuestra altitud siempre está cambiando (recordemos que si en lugar de en años o meses queremos ver como crecemos cada segundo, no tenemos más que acercarnos a la gráfica “con una lupa”, es decir, aumentar la precisión).
Y aún otro ejemplo más. Las longitudes de onda de las radiaciones electromagnéticas, como lo es la luz, son magnitudes continuas, lo cual, siguiendo un razonamiento análogo, nos lleva a la simple conclusión de que no hemos visto jamás dos colores iguales (por supuesto que aquí influyen decisivamente la estructura de los órganos de percepción, la fisiología ocular, la bioquímica de la percepción de la luz y los umbrales de percepción, pero a donde voy es a que lo que llamamos “rojo” son en realidad cientos de miles de tonalidades de rojo, cientos de miles de colores distintos, que nuestro ojo, nuestro cerebro y nuestro lenguaje etiquetan y engloban en un cajón llamado “rojo”).
Lo cierto es, como ya han expresado los grandes filósofos de todo tiempo y cultura, que todo cambia a cada instante, todo fluye, todo se regenera a cada momento, muere y nace, muere y nace. Tan sólo la practicalidad, la costumbre, el hábito y la mente analítica cuyo mismo fundamento está basado en otorgar sustancialidad y cierta permanencia a los eventos para elaborar conceptos son los que nos hacen ver estructuras permanentes allí donde en realidad no las hay. Y está muy bien que así sea, pues esa es la función principal de la mente; seríamos absolutamente incapaces de manejarnos en el mundo sin ella (el mismo lenguaje se basa en limitar la inabarcable realidad a pequeños cachitos digeribles con los que poder entendernos. A este respecto, alguien dijo muy acertadamente que “en el mismo momento en el que a un niño le dices que lo que está viendo se llama pájaro, el niño deja de ver el pájaro”, es decir, deja de percibir su totalidad, su constante (re)creación, su absoluta novedad a cada momento). Sin embargo, sería conveniente no olvidar la absoluta convencionalidad, la absoluta relatividad con la que opera nuestra mente (con la que, dicho sea de paso, estamos totalmente identificados la mayoría de nosotros... pero esto es otro tema).
Todo esto, si es cierto en el mundo físico (que es el más objetivo y tangible de cuantos disponemos), lo es con más motivo en las esferas subjetivas del comportamiento, la psicología, el pensamiento, en las cuales, si bien es mucho más difícil (o directamente imposible) trabajar con valores cuantificables, el cambio es muchísimo más fluido, dinámico y diversificado. En pocas palabras, no has pensado jamás dos veces exactamente la misma cosa exactamente de la misma manera (y eso que el 90% de nuestros pensamientos son repetitivos). Recuerda como percibías el mundo cuando tenías 4 años, cuando tenías 10, ahora que tienes 34 (vale, esa es la edad que tengo yo, tú párate en la que tengas). Sin duda toda tu fenomenología subjetiva interna, tu forma de percibir, tu forma de pensar, tus estructuras mentales, tus emociones, tus deseos, han cambiado, y mucho, y sin duda no lo han hecho a saltos, sino de una manera absolutamente continua, muy poco a poco, hasta el punto que podemos afirmar también que no volverás a ver el mundo de la misma manera en que lo veías, digamos por ejemplo, antes de empezar a leer este artículo, y ello por la sencilla razón de que hace unos minutos todo esto no estaba en tu mente y no formaba parte de “ti”. (Vaya, no me malinterpretes; no es que sea tan pretencioso como para pensar que tras leer esto tu vida cambiará radicalmente, aunque, sin duda, como digo, “no volverás a ser el mismo”, je je. No, no. Si te tocase la lotería seguramente sí que experimentarías una gran transformación instantánea... aunque estaría por ver si a mejor o a peor..., leer este artículo, me temo, no dará para tanto).
Como digo, el cambio en el nivel psíquico (el cambio en la personalidad, en suma), por mínimo que pueda parecer, se produce siempre, cada vez que parpadeamos y volvemos a abrir los ojos, cada vez que giramos la cabeza, cada vez que respiramos, instante tras instante tras instante.
Que duda cabe de que todo esto no es ni mucho menos ningún descubrimiento nuevo; como decía, todas las grandes tradiciones filosóficas de prácticamente todas las culturas han expresado estas ideas de un modo u otro: todo fluye, nada permanece, todo cambia. El tema de la “impermanencia” es una de las cuestiones básicas en el budismo. Y dentro del budismo Vajrayana (la vertiente tibetana), concretamente en uno de sus textos más antiguos y fundamentales, el Bardo Trödhol, encontramos constantemente la idea de que todo nace y todo muere a cada momento.
Sin embargo, aunque podamos llegar a entender estas cuestiones conceptualmente, ¿somos realmente capaces de interiorizarlas? ¿Somos capaces de, una vez reconocida su verdad, hacer que formen parte de nuestra forma de estar en el mundo? ¿Estamos preparados para “ver” las cosas tal y como son...?, “¿How far down the rabbit hole do you want to go?” (je, je).
Y... después de todo esto, y si, contra todo pronóstico, has llegado hasta aquí leyendo esta tentativa de ensayo (reconozco que tiene cierto aroma a tostón y bastante tufo a panegírico postmoderno...) me atrevo a preguntarte... si todo, tanto dentro como fuera de ti, tanto en tu mundo objetivo como en tu mundo subjetivo, cambia constantemente instante tras instante ¿dónde está exactamente esa entidad tan sólida y evidente a la que llamamos "yo"?... ¿Quién o qué es “yo”?...
Moraleja:
La próxima vez que te pillen al volante con dos copas de más no olvides preguntar al señor guardia en base a qué grado de precisión en la escala de medición etílica te están poniendo la multa... Quien sabe, igual poniendo más decimales el 0,8 pasa a ser un mero 0,7999999 y te dejan marchar de rositas... :-)
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