Con muchísima frecuencia las cosas más cercanas y más obvias son, precisamente por estar situadas demasiado cerca de nuestra realidad más palpable y experiencial, las que nos pasan más desapercibidas. Los mayores milagros y los misterios más impactantes son los que componen nuestro mundo más prosaico, nuestra mismísima experiencia diaria en este mundo, en este preciso lugar, y en este mismísimo momento...
Una de estas “obviedades” que se convierten en una inagotable fuente de asombro en cuanto uno les presta un poco de atención es el hecho de que el mundo físico esté constituido por magnitudes continuas.
Una magnitud (es decir, una variable, cualquier cosa que cambie, como pueda ser la temperatura, la altitud, el color, la longitud, la humedad del aire, la presión atmosférica, el peso, el número de bolígrafos que tengo sobre la mesa, etc.) puede ser discreta o continua.
Las magnitudes discretas son las que tienen valores fijos definidos, como por ejemplo el número de bolígrafos que tengo en la mesa, el número de pelos que tengo en la cabeza (el cual, he de decir, decrece muy rápidamente), o el número de hijos que uno tiene. Puedo tener, por ejemplo, 5, 7, 20 ó 57 bolígrafos en la mesa (aunque en ese caso me preguntaría para qué narices quiero yo tantos bolígrafos...), pero no puedo tener medio bolígrafo (0,5) ni una centésima de bolígrafo (0,01), ni tres cuartos de bolígrafo (0,75) (y aquí no cuentan los que han llegado a ese estado de tanto morderlos durante los exámenes...). Del mismo modo uno no puede tener medio hijo (la cada vez más arraigada costumbre de tener un hijo “a medias” es otro tema que escapa a los propósitos de este escrito), ni 5,786 hijos. Típicamente, al representar en un gráfico una magnitud discreta los valores se mueven en escalones (0, 1, 2, 3, 4, etc.), que son los valores fijos que la magnitud puede adoptar.
Hasta aquí el asunto está bastante claro y nuestra mente puede entender y operar con todo esto con mucha claridad (¿o acaso eres tú el salvaje que quiere tener 786 centésimas de hijo?)
Por el contrario las magnitudes continuas son aquellas que podemos expresar con decimales, centésimas, etc., como por ejemplo cuando decimos que Pau Gasol mide 2,15m, que hay una temperatura exterior de 26,7ºC, que el ruido de los bares por la noche no puede sobrepasar los 90,2 db, que la tasa de alcoholemia máxima permitida es de 0,8gr/l de sangre o que la longitud de onda del color rojo es de 0,650 millonésimas de metro. Típicamente, al representar en un gráfico la variación en el tiempo de una magnitud continua lo que obtenemos son curvas, más o menos suaves, que representan las variaciones graduales de la magnitud.
Ocurre que, idealmente al menos, siempre nos podríamos acercar más y más a esa línea (cogiendo un trocito de la gráfica y aumentándolo mucho) y obtener una escala cada vez más y más precisa. Y ahí radica, precisamente (nunca mejor dicho) el gran misterio, el enigma que resulta (a mí al menos) tan difícil de digerir, pues el hecho de que el mundo físico (al menos) esté compuesto en su totalidad de magnitudes continuas nos lleva a unas conclusiones sencillamente sorprendentes.
Pero no vendamos el pez antes de pescarlo, vayamos por partes. Veamos con detalle como se comportan las magnitudes continuas.
Podemos decir, por ejemplo, que ahora mismo la temperatura de la habitación es de 26ºC, pero si dispusiéramos de un termómetro más detallado igualmente podríamos afirmar que es de 26,7ºC, y si tuviésemos un termómetro de laboratorio instalado en nuestra habitación diríamos que la temperatura es de 26,768ºC. Si (idealmente) dispusiéramos de un supermegatermómetro ultrapreciso (que todo llegará) podríamos decir igualmente sin ningún empacho (eso sí, cogiendo mucho aire antes de abrir la boca) que la temperatura es de 26,7682345893ºC.
Y al llegar a alguno de estos niveles de precisión, la temperatura empezaría a bailar en nuestro lector muy rápidamente. Dicho de otro modo, igual pasan horas desde que la temperatura es de 26ºC en tu habitación hasta que sea de 27ºC, pero seguramente no sea necesaria más que una mínima fracción de segundo para que la temperatura pase de 26,7682345893ºC a 26,7682345894ºC. La cuestión es que, en algún nivel de precisión, por muchos decimales que haya que buscar, la temperatura está cambiando constantemente.
Es decir, por un lado siempre, absolutamente siempre, se puede añadir un numerito más. Siempre se puede ser más preciso (al menos, conceptualmente, pero también en la práctica pues históricamente la tecnología crea cada vez aparatos de medición más y más precisos). Dicho de otro modo, el hecho de que una magnitud (como la temperatura) sea continua implica que el nivel de precisión con el que se puede expresar (aunque no siempre medir) es infinito... Al menos conceptualmente (y mientras la ciencia no demuestre lo contrario topándose con algún “nivel fundamental”, en lo cual, por cierto, andan enfrascados hoy en día muchos teóricos de física cuántica), el mismo camino (en cuanto a diferencias de tamaño) que existe desde las galaxias hasta los átomos puede ser vuelto a recorrer tomando a un átomo como si fuera una galaxia (hasta llegar a descubrir los nuevos “miniátomos”), y así no una, sino infinitas veces (esta es la base de la teoría de los universos encajados).
Y, por otro lado, eso implica a su vez (y aquí está el verdadero quid de la cuestión) que siempre se puede encontrar (expresar) un nivel de precisión en el que el cambio de la variable (como, por ejemplo, la temperatura en tu habitación) sea total y absolutamente instantáneo. Glups... ¿Nos damos cuenta realmente de todo lo que esto implica? Dicho simplemente, significa que absolutamente nada es nunca lo mismo, y que nosotros mismos, por mucho que nos cueste creerlo y por mucho que nuestra mente se empeñe en decirnos lo contrario, estamos viviendo en un mundo totalmente nuevo ahora, y ahora, y ahora también. Nunca has sentido dos veces la misma temperatura en tu piel, tu altura no ha sido jamás la misma, nunca has pesado lo mismo, tus ojos no han percibido nunca dos veces el mismo color... ¿Sorprendido?
Ya sé que todo esto es a la vez extremadamente evidente y chocante; veamos otro ejemplo obvio con más detalle; nacemos midiendo más o menos medio metro (o si nos retrotraemos a los primeros momentos tras la concepción podemos hablar de más o menos medio milímetro), en pocos años alcanzamos entre 1,50m y 2,00m. Pero todo ese cambio, obviamente, no se da a saltos (como lo hace una magnitud discreta); no nos despertamos un buen día y nos chocamos contra la lámpara del techo porque medimos 10cm más, sino que es un cambio paulatino, poco a poco, y por lo tanto, constante (piense en la típica curva de una gráfica estatura versus edad). Lo cual significa que no hemos medido lo mismo nunca, que nuestra altitud siempre está cambiando (recordemos que si en lugar de en años o meses queremos ver como crecemos cada segundo, no tenemos más que acercarnos a la gráfica “con una lupa”, es decir, aumentar la precisión).
Y aún otro ejemplo más. Las longitudes de onda de las radiaciones electromagnéticas, como lo es la luz, son magnitudes continuas, lo cual, siguiendo un razonamiento análogo, nos lleva a la simple conclusión de que no hemos visto jamás dos colores iguales (por supuesto que aquí influyen decisivamente la estructura de los órganos de percepción, la fisiología ocular, la bioquímica de la percepción de la luz y los umbrales de percepción, pero a donde voy es a que lo que llamamos “rojo” son en realidad cientos de miles de tonalidades de rojo, cientos de miles de colores distintos, que nuestro ojo, nuestro cerebro y nuestro lenguaje etiquetan y engloban en un cajón llamado “rojo”).
Lo cierto es, como ya han expresado los grandes filósofos de todo tiempo y cultura, que todo cambia a cada instante, todo fluye, todo se regenera a cada momento, muere y nace, muere y nace. Tan sólo la practicalidad, la costumbre, el hábito y la mente analítica cuyo mismo fundamento está basado en otorgar sustancialidad y cierta permanencia a los eventos para elaborar conceptos son los que nos hacen ver estructuras permanentes allí donde en realidad no las hay. Y está muy bien que así sea, pues esa es la función principal de la mente; seríamos absolutamente incapaces de manejarnos en el mundo sin ella (el mismo lenguaje se basa en limitar la inabarcable realidad a pequeños cachitos digeribles con los que poder entendernos. A este respecto, alguien dijo muy acertadamente que “en el mismo momento en el que a un niño le dices que lo que está viendo se llama pájaro, el niño deja de ver el pájaro”, es decir, deja de percibir su totalidad, su constante (re)creación, su absoluta novedad a cada momento). Sin embargo, sería conveniente no olvidar la absoluta convencionalidad, la absoluta relatividad con la que opera nuestra mente (con la que, dicho sea de paso, estamos totalmente identificados la mayoría de nosotros... pero esto es otro tema).
Todo esto, si es cierto en el mundo físico (que es el más objetivo y tangible de cuantos disponemos), lo es con más motivo en las esferas subjetivas del comportamiento, la psicología, el pensamiento, en las cuales, si bien es mucho más difícil (o directamente imposible) trabajar con valores cuantificables, el cambio es muchísimo más fluido, dinámico y diversificado. En pocas palabras, no has pensado jamás dos veces exactamente la misma cosa exactamente de la misma manera (y eso que el 90% de nuestros pensamientos son repetitivos). Recuerda como percibías el mundo cuando tenías 4 años, cuando tenías 10, ahora que tienes 34 (vale, esa es la edad que tengo yo, tú párate en la que tengas). Sin duda toda tu fenomenología subjetiva interna, tu forma de percibir, tu forma de pensar, tus estructuras mentales, tus emociones, tus deseos, han cambiado, y mucho, y sin duda no lo han hecho a saltos, sino de una manera absolutamente continua, muy poco a poco, hasta el punto que podemos afirmar también que no volverás a ver el mundo de la misma manera en que lo veías, digamos por ejemplo, antes de empezar a leer este artículo, y ello por la sencilla razón de que hace unos minutos todo esto no estaba en tu mente y no formaba parte de “ti”. (Vaya, no me malinterpretes; no es que sea tan pretencioso como para pensar que tras leer esto tu vida cambiará radicalmente, aunque, sin duda, como digo, “no volverás a ser el mismo”, je je. No, no. Si te tocase la lotería seguramente sí que experimentarías una gran transformación instantánea... aunque estaría por ver si a mejor o a peor..., leer este artículo, me temo, no dará para tanto).
Como digo, el cambio en el nivel psíquico (el cambio en la personalidad, en suma), por mínimo que pueda parecer, se produce siempre, cada vez que parpadeamos y volvemos a abrir los ojos, cada vez que giramos la cabeza, cada vez que respiramos, instante tras instante tras instante.
Que duda cabe de que todo esto no es ni mucho menos ningún descubrimiento nuevo; como decía, todas las grandes tradiciones filosóficas de prácticamente todas las culturas han expresado estas ideas de un modo u otro: todo fluye, nada permanece, todo cambia. El tema de la “impermanencia” es una de las cuestiones básicas en el budismo. Y dentro del budismo Vajrayana (la vertiente tibetana), concretamente en uno de sus textos más antiguos y fundamentales, el Bardo Trödhol, encontramos constantemente la idea de que todo nace y todo muere a cada momento.
Sin embargo, aunque podamos llegar a entender estas cuestiones conceptualmente, ¿somos realmente capaces de interiorizarlas? ¿Somos capaces de, una vez reconocida su verdad, hacer que formen parte de nuestra forma de estar en el mundo? ¿Estamos preparados para “ver” las cosas tal y como son...?, “¿How far down the rabbit hole do you want to go?” (je, je).
Y... después de todo esto, y si, contra todo pronóstico, has llegado hasta aquí leyendo esta tentativa de ensayo (reconozco que tiene cierto aroma a tostón y bastante tufo a panegírico postmoderno...) me atrevo a preguntarte... si todo, tanto dentro como fuera de ti, tanto en tu mundo objetivo como en tu mundo subjetivo, cambia constantemente instante tras instante ¿dónde está exactamente esa entidad tan sólida y evidente a la que llamamos "yo"?... ¿Quién o qué es “yo”?...
Moraleja:
La próxima vez que te pillen al volante con dos copas de más no olvides preguntar al señor guardia en base a qué grado de precisión en la escala de medición etílica te están poniendo la multa... Quien sabe, igual poniendo más decimales el 0,8 pasa a ser un mero 0,7999999 y te dejan marchar de rositas... :-)
Amigo Cólico, cada día me sorprendes y me encantas más. Mira que hemos hablado y continuaremos hablando de todo este tipo de cosas, pero con este Continuidades me has dejado claro que es una suerte tenerte en Logroño y estar cerca de ti. Comparto al 100% y al 1000000001% tus inteligentes comentarios..... Ahhhh y al final! ¿Quién es ese yo?
ResponderEliminarUn abrazo "hospitalario" hermano